FE OPERATIVA

 Ramón Horn Ureña

El Sagrado Corazón de Jesús, por medio de sus confidentes, nos abre su corazón incandescente, para que reposemos allí, para que apoyemos nuestra cabeza en su costado, como lo hizo el discípulo amado, y nos sintamos confortados en su amor.

 A medida que, mediante la oración, vamos acercándonos a su Sagrado Corazón, Él se nos desvela en su intimidad, en el insondable misterio de su infinito amor a los hombres. Descubrimos así que su amor no tiene límites, que cuanto más le secundamos más amor recibimos. Los santos pudieron vivir esto con gran intensidad, y conocieron el significado de la unión mística con su corazón.

 El Sagrado Corazón nos invita a consagrarnos en cuerpo y alma a Él. Aunque Él no necesita hacer ningún pacto con nosotros, en su infinita misericordia, quiere respetar nuestra libertad y nos propone este dulce pacto: Cuida tú de mí y de mis cosas que yo cuidaré de ti y de las tuyas. ¡Qué dulce pacto es este! ¡Cuanta paz y cuanto amor engendra!

 Pero nuestra fe no puede ser una fe superficial, permitidme la licencia, de beata. No basta con acudir a misa, con llevar a cabo algunas normas de piedad. Si así actuamos, veremos cómo nuestro fervor inicial se va agostando poco a poco. Y es que Él no se contenta con las migajas: lo quiere todo, nos quiere en cuerpo y alma. ¡Y quiere nuestras obras!

 A sus confidentes ya se lo dijo, y en el Evangelio viene tantas veces. No seamos como el fariseo, que se creía justo porque cumplía unas normas de piedad mosaica superficiales. Él nos pide obras, frutos concretos de santidad:

 Volviendo a la ciudad muy de mañana, sintió hambre, y viendo una higuera cerca del camino, se fue a ella: pero no halló en ella más que hojas, y dijo: Que jamás nazca fruto de ti. Y la higuera se secó al instante  (Mt XXI, 20). 

Son duras estas palabras. La higuera tenía hojas, estaba frondosa y, aparentemente, era una buena higuera, pero no tenía frutos. Que no tengamos nosotros esa fachada cristiana. Que nuestro interior esté rico en obras de santidad.

 Nos puede surgir la pregunta en nuestro interior sobre lo que quiere Dios que hagamos. Se lo dijo a sus apóstoles, que nos ocupemos de sus cosas, que, como ya sabemos son las almas y la justicia de su reino en el mundo: vosotros ocupaos del reino y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura (Lc XII, 31) .

 Pero, en nuestro caso concreto, ¿cómo quiere Dios que actuemos? Eso sólo Él puede respondérnoslo, porque somos como Bartimeo:

 Bartimeo, un mendigo ciego que estaba sentado junto al camino, oyendo que era Jesús de Nazaret, comenzó a gritar y a decir: ¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi! Muchos le increpaban para que callase, pero él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten piedad de mi! Se detuvo Jesús y dijo: Llamadle. Llamaron al ciego, diciéndole: Ánimo, levántate, que te llama. Él arrojó su manto y saltando se allegó a Jesús. Tomando Jesús la palabra, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le respondió: Señor, que vea. Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Y al  instante recobró la vista, y le seguía por el camino (Mc X, 51).

 El Señor quiere algo de mí, y debo pedir que me lo muestre, ¡que vea!, y pedirlo a gritos, con insistencia, como Bartimeo, y Él me mostrará el camino, y me dará fuerzas para recorrerlo.

 El camino no será fácil, no lo fue para ninguno de sus apóstoles. No es más el discípulo que el maestro. Recordemos a San Pablo cómo relataba las dificultades por las que había pasado:

 Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; estuve una noche y un día hundido en alta mar. En viajes, muchas veces peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de gentiles, peligros en poblado, peligros en despoblado, peligros en la mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajos y miserias, en muchas vigilias, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez (Cor XI, 24-28).

 Quiero por fin terminar con una oración de San Francisco de Asís que resume muy bien la voluntad de su Sagrado Corazón para con nosotros:

                         Señor,

                           hacedme instrumento de vuestra Paz.

                        Que donde hay odio,

  yo siembre Amor;

Perdón,

  donde hay injuria;

Fe,

  donde hay duda;

Esperanza,

  donde hay desesperación;

Luz,

  donde hay oscuridad;

y Alegría,

  donde hay tristeza.

Oh Divino Maestro,

concededme que yo busque

Consolar,

  más bien que ser consolado;

Comprender,

  más bien que ser comprendido,

y Amar,

  más que ser amado;

porque es dando

  como recibimos;

y es perdonando

  como se nos perdona;

y es muriendo

  como nacemos a la Vida Eterna