"El Corazón de Jesús mi fiel Consejero" del Padre Alcañiz, editado por las Misioneras Hijas del Corazón de Jesús de Granada en 1951 (3ª Edición), es continuación a su opúsculo más conocido "La devoción al Corazón de Jesús".
Esta una excelente obra de piedad. El que haya leído la anterior encontrará en ésta una complementación valiosísima para llegar a comprender en toda su hondura lo que significa la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
Las palabras de S.I. el P. Alcañiz, aunque escritas hace cinco décadas, están hoy perfectamente vigentes, y son un bálsamo para el pobre alma que sufre en estos tiempos modernos. El que las estudie con detenimiento y las ponga en práctica verá cómo crece su vida interior y adquiere una nueva perspectiva para afrontar sus problemas.
MI FIEL CONSEJERO
Aprended
de mi, que soy
Dulce
y humilde de Corazón
(Mt. XI)
SÉ
DULCE
I
Dulce para con Dios
Viviendo bajo su mirada
paternal, y como en un hogar o centro, en que todas las cosas
están
colocadas por una Providencia llena de solicitud.
No prepara una madre el
cuarto, en que su hijo ha de pasar el día, con más cuidado que Dios prepara
cada hora que pone delante de mí.
Lo que se presenta que hacer,
quiere que yo lo haga, y tengo para hacerlo bien todo cuanto necesito de tiempo,
de inteligencia de aptitud, de saber.
Lo que se presenta que sufrir
quiere que yo lo sufra, aun cuando entonces no sepa la razón de ello; y si el
dolor me arranca una queja, me dice: Ánimo, hijo
mío, que soy Yo quien lo quiere.
Lo que me detiene en mi
trabajo y lo que me contraría en mis proyectos, Él lo pone expresamente,
porque ve que el demasiado éxito me haría vanidoso, o la demasiada felicidad
me haría sensual, y me hace comprender que no es el éxito el que lleva al
cielo, sino la buena voluntad y el trabajo.
Así, ante estos
pensamientos, ¡cómo se apagan las pasiones! ¡Cómo el trabajo que empieza, se
interrumpe, se vuelve a tomar, y se acaba con paz!
De
este modo son rechazados con energía estos enemigos, que a todas horas nos
asedian: la pereza, la impaciencia, la preocupación del éxito, el disgusto a
causa de las dificultades.
A veces viene el pasado a atormentarme por el resultado
triste de tantos años lejos de mi buen Jesús.
jOh!, sin duda hay en
mi corazón una impresión muy viva de confusión y de pesar; pero ¿porqué
perder la paz? ¿No me ha dicho Dios por boca del sacerdote
depositario de su poder: yo te perdono? ¿No he hecho lo que me pedía; confesión sincera,
sumisión completa; y no estoy pronto a hacer todo lo que me pidiera en su
nombre aquel a quien ha confiado mi alma?
El porvenir, a su vez, trata de asustarme –Sonrío ante estos desvaríos
de mi imaginación: ¿es que Dios no está encargado de mi porvenir?
¡Que lo
que sucederá mañana, dentro de diez, de veinte años, ¿no está preparado por
Dios? ¿Y tendré miedo de que esto no sea bueno para mí? ¡Oh,
Dios mío, haced de mí en lo sucesivo según vuestra voluntad!
II.—Dulce
para los sucesos
Los sucesos son los
mensajeros de la bondad, o de la justicia divina. Cada uno de ellos tiene una
misión que llenar cerca de mí; y esta misión que ha recibido de Dios, ¿por qué no dejar que
se cumpla en paz?
Penosos, dolorosos,
desgarradores, los sucesos no son más que lo que Dios permite que sean.
Enfermedades,
malevolencia, pérdidas de fortuna, separaciones, olvido de la amistad,
menosprecio, mal éxito, humillaciones... Dios los ha permitido todos. Y cuando hayan cumplido su misión, pasarán. Y mi alma, si ha
conservado la mansedumbre, quedará más pura y santa.
Míralos pasar con un poco de espanto acaso, y con un sentimiento bien natural
de temor –los santos sonreían ante ellos a través de sus lágrimas–, pero
no permitir jamás que arrebaten la más pequeña parte, ni de mi confianza, ni
de mi resignación.
Ser dulce para los sucesos, no es esperarlos con
firmeza estoica, que es un efecto del orgullo, ni obstinarse contra ellos
reprimiendo todo genio, ¡no!
Dios permite prevenirlos, alejarlos, huirlos, si es
posible, buscar consuelo para ellos, o al menos dulcificarlos.
Y este buen Padre, al mismo tiempo que los envía como
mensajeros de justicia, envía los medios de hacerlos soportables, y a veces, de
evitarlos.
Medicinas en la enfermedad. Amistad en los penas del corazón. Consuelos en el
abatimiento. Lágrimas en los dolores. Dios es el que ha permitido todo esto, y Él, previendo
que acaso yo no sabría encontrarlo, ha dado orden a almas privilegiadas de
amarme, de consolarme, de animarme, de servirme, y les ha dicho: «Lo que hagáis
al más pequeño de los míos, lo miraré como hecho a Mí».
III Dulce para con los demás
Ceder, doblegarse, retirarse
un poco, dejar hacer, he aquí la conducta ordinaria que debe seguirse con los
miembros de la familia y con los que llamamos nuestros
amigos.
Cuanto más les dejes facilidad de hacer lo que crean
bueno; cuanto más abundes en el sentimiento que ellos tienen de su importancia;
cuanto más te ocultes para dejar libre el camino que quieran seguir, más te
dejarán la paz y la facilidad de serles útil. Es admirable cómo las personas a las que no
molestamos, nos abren su alma.
No te ocupes demasiado al ver
las acciones de tus amigos en sus pequeños detalles, ni en los motivos que les
impelen; si su manera de proceder no es delicada, tu afecta no comprenderlo, o
piensa que se han equivocado.
Un medio seguro para combatir
la antipatía que sentimos contra alguno es hacer por él algo bueno todos los días,
y el medio de disipar la antipatía que alguno siente contra nosotros, es decir
de él algo bueno todos los días.
¿Son malos los que te
rodean? Toma precauciones sin dudad, pero permanece en paz; no te harán daño,
sino hasta el grado que Dios quiera.
El que pone un freno al furor de las olas, sabe también
contener los designios de los malos.
IV
Dulce para contigo mismo
Ser dulce consigo, no es
lisonjearse, permitirse todo, excusarse en todo, sino animarse, levantarse,
fortificarse.
Animarse durante el trabajo
monótono, cansado, ingrato: «Dios quiere que lo haga y me ve. –Este trabajo
ocupa mi inteligencia, perfecciona mi alma, aleja el mal».
Animarse en las tristes horas de completo decaimiento; cuando nadie
piensa en nosotros, cuando nadie nos manifiesta la menor señal de simpatía: ¿qué,
no te basta hacer tu deber? –Dios
no quiere más que esto de ti, y este deber te llevará al Cielo.
Levantarse
después de una caída, una falta,
una falta humillante, una debilidad que aterra: pero levantarse caritativo. «Vamos,
pobre alma mía, esto no es nada»; Tienes
un buen padre y un Señor generoso. –Conságrate,
humíllate
a Él, y en tanto que obtienes el perdón del sacerdote, vuelve a tomar tu vida
con la misma actividad.
Fortalecerse contra el abandono contra la desanimación, contra el olvido
de los otros.
Se fortalece con la oración ante el Sagrario, que alegra nuestra alma; y
el trabajo que da reposo al espíritu.
Se levanta con la confianza en Dios, nuestro Padre, y con el
agradecimiento a sus inmensos beneficios.
Estos
remedios están siempre a mi alcance.
SÉ
HUMILDE
I Humilde para con Dios
1.
— Permaneciendo habitualmente delante de Él como un niño, o más bien como
un pobre que pide, que ama, que espera, que sabe que nada se le debe, pero que
sabe también que, hora por hora, a medida que lo necesite, Dios bondadosísimo,
pondrá en él cuanto le haga falta y algo más.
Vive
en paz bajo esta paternal providencia: cuanto más te sientas pequeño, débil,
humillado, impotente, desgraciado por tu falta, más derecho tendrás a la
piedad y al amor del Señor.
Únicamente
reza bien; que tu oración sea piadosa, y un poco lenta, dulce, y llena de
esperanza. El pobre no tiene más que la oración que le pertenezca; pero esta
oración, cuando sube hasta Dios, humilde y suplicante, ¡oh!, ¡cuán
benignamente es escuchada!
No tengas muchas oraciones
variadas; que el padrenuestro suba o menudo de tu corazón a tus labios. Complácete en repetir
lo que el mismo Jesús nos enseñó para obligarse en cierto modo a no
rechazarnos jamás.
2.—Mírate también como a un servidor asalariado, a quien Dios ha ajustado, y a quien ha
prometido una magnífica recompensa al fin de esta jornada, que se llama vida
eterna, y ponte cada mañana a su disposición para hacer
«cuanto y como Él quiera, y con los medios que juzga a tu alcance»
El trabajo de cada día no te será
mandado directamente por el Señor (sería demasiado dulce obedecer directamente
a Dios mismo), sino por los enviados del Señor. Estos
enviados se llaman superiores, iguales, inferiores, y hasta enemigos. Cada
uno de ellos ha recibido orden, aunque él no se dé cuenta de ello, de
santificarte; el uno doblegando tu amor a la independencia, el otro aguijoneando
tu dejadez.
Cumple, pues, tu deber como puedas,
como sepas, como se te mande; de tiempo en tiempo di a Dios: ¿estáis contento,
Señor? Y
a pesar del tedio, a pesar de la fatiga, a pesar de la repugnancia, continúa
hasta el fin.
II Humilde para con los otros
Repite con frecuencia estas palabras de la Santísima Virgen: He aquí la esclava del Señor; o estas otras de Jesucristo: Yo no he venido para ser servido, sino para servir, y obra con todos los que te rodean como si realmente estuvieras a su servicio ayudándoles, escuchándoles, estando casi confuso de lo que hacen por ti, y mostrándote siempre feliz cuando te mandan alguna cosa.
¡Oh, si tú supieras lo que todas estas palabras valen de méritos para
el Cielo, de alegría y de paz sobre la tierra, ¡cuánto las amarías!
¡Oh!, si tomases de ellas la regla de tu conducta, ¡cuán feliz serías y
cuanto más felices harías a los demás!
Feliz por el testimonio de tu conciencia, que te diría: Has hecho lo que habría
hecho Jesucristo.
Feliz por el pensamiento de la recompensa prometida al que da un vaso de agua en
nombre de Jesucristo.
Feliz, en fin, por la seguridad de que Dios hará por ti lo que tú hayas hecho
por los demás.
¡Oh! ¿qué importaría entonces la ingratitud, el olvido, el mal éxito
y el menosprecio mismo? Lo sentirías, pero no podrían jamás entristecerte.
¡Preciosos consejos inspirados por el Corazón de Jesús, yo os bendigo por el
bien que me habéis hecho! A menudo, lo prometo, vendré a volver a leerlos al
pie del altar, arrodillado delante de la Santa Eucaristía
¡Virgen Santísima!, ¡Madre
mía!, que esclavo tuyo, todo lo quiero según tu querer, manda a tu siervo.
Ilumina mi entendimiento para que conozca mi pequeñez, mueve mi corazón a la
imitación de la dulzura y mansedumbre del tuyo, dirige mis pasos por los
caminos del Señor, a la segura posesión de su amor en el cielo. Así sea.
Consagración
al Corazón de Jesús
¡Corazón divino de Jesús, Rey de amor! Por medio de la Sma. Virgen
nuestra Madre, me consagro sin reserva a Ti, poniendo a tu disposición y bajo
tu amparo mi alma, cuerpo, familia, obras, asuntos, todo cuanto soy y poseo. «En
Ti confío», «cuida Tú de mi y de mis cosas».
Yo,
como deseas, «cuidaré de Ti
y de las tuyas», haciendo cuanto pueda por que reines en el mundo.
Con
la oración: pidiendo muchas veces al día «¡Venga a
nos tu reino! »,
Con las acciones:
cumpliendo lo mejor posible mis deberes, aceptando y ofreciéndote «porque reines» todas mis penas, sacrificios y trabajos.
Con la propaganda:
trabajando para que te conozcan, te amen y se consagren a Ti muchos almas,
especialmente mi familia y amigos.
Te prometo: recibirte y visitarte con frecuencia en la Eucaristía,
sobre todo los Primeros Viernes de
mes, para desagraviarte por las ofensas e ingratitudes con que tantas veces
correspondemos a tu amor.
Concédeme vivir unido a Ti y en tu Corazón exhalar mi último suspiro.
Amén.